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Issue 15.2 | 2019 — Neurogenderings

Plasticidad, plasticidad, plasticidad… y la rigidez del problema del sexo

Traducción: Beatriz Félix Canseco, Unidad Académica de Trabajo Social y Ciencias del Desarrollo Humano, Universidad Autónoma de Tamaulipas. Traducido de: Trends in Cognitive Sciences, Noviembre 2013, Vol. 17, No. 11.

¿Por qué el entendimiento popular sobre las diferencias entre lo femenino y lo masculino aún se basa en modelos rígidos de desarrollo, a pesar de que la ciencia moderna del desarrollo pone énfasis en la plasticidad? ¿Será porque la ciencia de las diferencias sexuales todavía opera bajo los mismos modelos rígidos?

Hace unos meses, el exitoso autor John Gray colaboró en la publicación de un nuevo libro en el que, como en muchos de sus otros libros, asegura que existen diferencias en “la preprogramación” de los cerebros de las mujeres y de los hombres (Annis and Gray 2013). En los medios de comunicación, constantemente se comenta que las causas de la crisis financiera global apuntan a una industria financiera estimulada por la testosterona y que bien se podría beneficiar de una mayor inclusión de las mujeres, cuyos niveles más bajos de testosterona las hacen intrínsecamente más adversas a asumir riesgos (por ejemplo, Kolhatker 2010). Mientras tanto, en el sitio web de la popular revista Psychology Today, distintos blogs sobre la psicología evolutiva se basan en el conocido tema del cerebro del hombre y la mujer cavernicola para explicar las modernas relaciones de género (por ejemplo, Homo consumericus y Evolutionary Entertainment).

Curiosamente, los conceptos científicos implícitos en estos paradigmas populares han quedado atrás hace bastante tiempo: hipótesis como que los circuitos cerebrales son determinados mayormente por un código genético, que existe un solo camino unidireccional y causal desde la genética al comportamiento a través de las hormonas y el cerebro, y que la evolución nos ha dejado cerebros y procesos mentales que nos recuerdan en gran medida a nuestros antepasados paleolíticos, han sido ampliamente rechazados a raíz de una revolución conceptual y empírica en los correspondientes campos científicos.

Ahora queda claro que la organización funcional e incluso estructural del sistema nervioso humano es un proceso continuo y dinámico que persiste a lo largo de la vida de una persona. “La plasticidad dependiente de la experiencia” ha sido demostrada una y otra vez en la adquisición de habilidades tan distintas como lo son el actuar en un número musical, el jugar baloncesto, el bailar, el conducir un taxi y el hacer malabarismos (analizado en May 2011).

La neuroendocrinología del comportamiento ha sido transformada por un cuerpo de investigación cada vez mayor, que demuestra el poder del comportamiento propio, el de otras personas, y los aspectos del ambiente, de influir sobre el cerebro y el comportamiento a través de la regulación recíproca del sistema endocrino (ver Van Anders and Watsom 2006). Las hormonas esteroides (y otras), como la testosterona, han llegado a ser consideradas como mediadoras clave de la plasticidad del comportamiento, que permiten que los animales respondan a características clave del medioambiente tanto a corto como a largo plazo (Oliveira 2009). Además, aunque ciertos esteroides (especialmente la testosterona y el estrógeno) siguen siendo calificados como “hormonas sexuales”, tanto por convención popular como científica, el concepto de que estos esteroides afectan el cerebro de manera más o menos bifurcada por el sexo, es puesta en duda por la complejidad del sistema endocrino. Por ejemplo, tanto los niveles circulantes de testosterona como la capacidad de respuesta del aparato receptor están reguladas por el comportamiento y el contexto social (Van Anders and Watson 2006, Oliveira 2009), y las mujeres aparentemente tienen más “descargas de comportamiento” debido a su “carga hormonal” (Sherwin 1988). De acuerdo con una complejidad que descarta simples relaciones dimórficas entre “las hormonas sexuales” y el comportamiento, las hipótesis sobre los nexos causales entre niveles absolutos de testosterona elevados y características masculinas con frecuencia no han sido sustentadas por las investigaciones (Van Anders 2013). Mientras tanto, subcampos dentro de la ciencia de comportamiento evolutivo humano, así como información proveniente de la neurología del desarrollo, han cuestionado duramente los principios eje de la psicología evolutiva que, como Cosmides and Tooby (Cosmides y Tooby 1997) lo ponen: “nuestros cráneos modernos albergan un cerebro de la Edad de Piedra”, argumentando que la cultura tenga un papel más prominente tanto en la evolución como en el desarrollo humano, en acorde con las versiones actuales del neurodesarrollo y la diversidad del comportamiento humano (ejemplo, Bolhuis et al. 2011).
Estos cambios conceptuales claramente complementan y hacen eco a través de tres campos. Los seres humanos han desarrollado un cerebro con plasticidad adaptativa que responde a las condiciones ambientales y a experiencias, y la modulación de la función endocrina por parte de esos factores experienciales contribuye a esa misma plasticidad. ¿Por qué entonces, el conocimiento popular sobre el comportamiento femenino/masculino arraigado en un núcleo biológico permanece atrincherado en ideas científicas características del siglo pasado? ¿Se debe a que, en parte, la ciencia del sexo/género dentro de estos tres campos se encuentra igualmente arraigada?

La principal explicación a la diferenciación sexual del cerebro, la teoría de organización del cerebro, aún postula que las hormonas prenatales dan lugar (o “preprograman”) a diferencias sexuales estructurales y funcionales permanentes, a pesar de la existencia de pruebas considerables que desde hace tiempo demuestran que los efectos hormonales tempranos no son permanentes (ver Jordan-Young 2010). Dentro de la neuroimagenología funcional las investigaciones sobre la plasticidad dependiente de la experiencia han sido raramente aplicadas para el surgimiento, mantenimiento y plasticidad del comportamiento de género (ejemplo, Wraga et al. 2006). En cambio, los estudios tienden a comparar simplemente los sexos biológicos, como si el objetivo implícito fuera identificar rasgos fijos y universales de lo femenino frente a lo masculino (Fine 2012). De igual manera, las investigaciones de las diferencias de lo femenino/lo masculino en “las hormonas sexuales” y el comportamiento social son a menudo correlacionales, con análisis que sugieren que el nivel hormonal es una variable biológica “pura” y primariamente causante, en vez de tomar en cuenta el hecho de que los factores biológicos están “enredados” con la historia social de la persona y su contexto social actual (ver Kaiser 2012). Además, en las investigaciones de psicología evolutiva sobre las diferencias de lo femenino-masculinas, se tiende a dejar a la investigación fuera del campo, la identificación de los factores medioambientales y culturales que son importantes al moderar las preferencias supuestamente “universales” relacionadas al sexo (ver Bolhuis et al. 2011; Brown et al. 2009).

Quienes ofrecen una crítica feminista de cada campo de investigación han notado en repetidas ocasiones que no se trata únicamente que los efectos de dicha ciencia contribuyan a entendimientos culturales mal recibidos y científicamente injustificados sobre las relaciones femenino-masculinas como fijas, inevitables y ordenadas por la naturaleza; sino también que dicha ciencia resulta en sí misma defectuosa y poco enriquecedora (Jordan-Young 2010; Fine 2012). Una comprensión del género como una estructura jerárquica compleja, de muchos niveles que moldea no solo a las instituciones, las interrelaciones, las facultades cognitivas y la percepción, sino también al cerebro, el sistema endocrino y la manifestación de procesos evolutivos, puede dar como resultado una ciencia mejor y más informativa. Afortunadamente, hay cada vez más ejemplos de esto. Tomemos, por ejemplo, una investigación longitudinal a gran escala que encontró que la paternidad reduce los niveles de testosterona en los hombres y esto se acentúa en los padres que se dedican más tiempo cuidando físicamente de sus bebes (Gettler et al. 2011). Esto complementa los hallazgos provenientes de comparar dos grupos culturales vecinos en Tanzania, donde encontraron niveles más bajos de testosterona entre padres de la comunidad en donde la norma cultural consistía en el cuidado paternal, comparado con padres del grupo en el cual dicho cuidado se encontraba por lo general ausente (Muller et al. 2009). Ambos estudios revelan como la construcción social de los roles de género para los padres modula el estado endocrino.
La ciencia y la sociedad se relacionan en ambas direcciones. Quienes se dedican a la ciencia trabajando en áreas políticamente sensibles e importantes cuentan con la responsabilidad de reconocer cómo las creencias sociales influyen en su investigación y, en efecto, en el entendimiento público de la misma. Es más, también deben reconocer que existen importantes y emocionantes oportunidades para cambiar estas creencias sociales a través de la investigación y el debate riguroso y reflexivo desde la perspectiva científica.

Bibliografía
Annis, B., and J Gray. 2013. Work with Me: The 8 Blind Spots between Men and Women in Business. Palgrave MacMillan.

Bolhuis, J., et al. 2011. “Darwin in Mind: New Opportunities for Evolutionary Psychology.” PLoS Biol. 9, 1–8.

Brown, G.R. et al. 2009. “Bateman’s Principles and Human Sex Roles.” Trends Ecol. Evol. 24, 297–304.

Cosmides, L., and J. Tooby. 1997. Evolutionary Psychology: A Primer. Center for Evolutionary Psychology.

Fine, C. 2012. “Is There Neurosexism in Functional Neuroimaging Investigations of Sex Differences?” Neuroethics 6, 369–409.

Gettler, L. et al. 2011. “Longitudinal Evidence that Fatherhood Decreases Testosterone in Human Males.” Proc. Natl. Acad. Sci. U.S.A. 108, 13194–6199.

Jordan-Young, R. 2010. Brain Storm: The Flaws in the Science of Sex Differences. Harvard University Press.

Kaiser, A. 2012. “Re-conceptualizing ‘Sex’ and ‘Gender’ in the Human Brain.” J. Psychol. 220, 130–6.

Kolhatkar, S. 2010. New York Magazine, 29 de Marzo.

May, A. 2011. “Experience-Dependent Structural Plasticity in the Adult Human Brain.” Trends Cogn. Sci. 15, 475–82.

Muller, M. et al. 2009. “Testosterone and Paternal Care in East African Foragers and Pastoralists.” Proc. R. Soc. B 276, 347–54, 1364–6613.

Oliveira, R.F. 2009. “Social Behavior in Context: Hormonal Modulation of Behavioral Plasticity and Social Competence.” Integr. Comp. Biol. 49, 423–40.

Sherwin, B. 1988. “A Comparative Analysis of the Role of Androgen in Human Male and Female Sexual Behavior: Behavioral Specificity, Critical Thresholds, and Sensitivity.” Psychobiology 16, 416–25.

Van Anders, S. 2013. “Beyond Masculinity: Testosterone, Gender/Sex, and Human Social Behavior in a Comparative Context.” Neuroendocrinol, http://dx.doi.org/10.1016/j.yfrne.2013.07.001.

Van Anders, S., and N. Watson. 2006. “Social Neuroendocrinology: Effects of Social Contexts and Behaviors on Sex Steroids in Humans.” Hum. Nat. 17, 212–37.

Wraga, M., et al. 2006. “Neural Basis of Stereotype-Induced Shifts in Women’s Mental Rotation Performance.” 2, 12–19.

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